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2017

No tenía nada que hacer aquella tarde de abril. Bueno, en realidad tenía toda clase de responsabilidades, sólo que una vez más había decidido evadir mis compromisos. Sentía una urgencia que me quemaba. Necesitaba nuevo material. Necesitaba empaparme en nuevo magma floreciente y carbonizarme hasta la médula en inmortales páginas. Así que apagué el celular y mandé todo al carajo por un rato.

Recorrí el intrincando laberinto peatonal de Córdoba, yendo de una librería a otra. Realmente la cultura de la ciudad estaba jodida. He visto librerías más originales y con mejores volúmenes en pueblitos perdidos de La Pampa. Todo esto de pertenecer a una gran metrópolis en realidad no aseguraba conseguir todo el material de provecho que uno quisiera, sobre todo en lo que estaba ligado a la alta ilustración. La cultura popular había empalado por el ojo del culo al clasicismo más conservador y elitista. Lo cual, por supuesto, había sido un error diligentemente promovido por los dueños del Ministerio de La Verdad. Ahora que las librerías exponían de forma hórrida toda clase de blockbusters en sus anaqueles, se podía ser testigo del glorioso espectáculo de ver a gente revolotear sobre los libros lavacocos como moscas sobre la mierda.

Después de merodear un poco por fin encontré un recinto que captó mi atención. Entré y me puse a la caza de algún tersoro de inmediato. Al poco tiempo oí de fondo cómo una grácil voz le pedía a alguno de los dos libreros El Viejo y el Mar de Hemingway.

El anciano puso una mano sobre el mentón y se quedó pensativo. Dirigí mi vista hacia ella: vi una criatura de rasgos finos y delicados. La muchacha tenía una piel muy blanca y un rostro inexpresivo y firme. Lo suyo era una belleza exótica. Su cuerpo, por otro lado, era de primera línea. Intervine.

―Hemingway está por acá ―dije señalándole las obras a medio metro mí. Inspeccioné un poco―. Pero El viejo y el mar no está. Hay un libro de cuentos y la autobiografía París era una fiesta.

―A ver si encuentro algo que me sirva ―dijo ella y se me arrimó. 

―Yo busco en cada librería que voy Por quién doblan las campanas, pero hasta el momento no he tenido suerte.

―¿Leíste Adiós a las armas? ―me preguntó.

―No.

―Si te gusta Hemingway deberías hacerlo. A mí me encantó. Va sobre un conductor de ambulancias que se enamora de una enfermera en la Primera Guerra Mundial.

―Conozco la historia. Pero porque Papa Hem es absolutamente biográfico en sus novelas. A él en esa guerra le explotó una granada o una mina cerca mientras intentaba ayudar a un soldado herido y quedó en muy mal estado, casi pierde una pierna o un brazo, no lo recuerdo bien. Fue así como conoció a la enfermera que más tarde sería su primer gran amor.

―No sabía que era una historia autobiográfica, mirá vos. Pero sí, exactamente de eso va la novela ―dijo y siguió hurgando entre los libros mientras yo me predispuse a seguir con lo mío.

Luego volvió a preguntarle al librero:

―¿De Bukowski tendría algo? ―cielos, volví a mirarla. Esta vez quedé ingenuamente suspendido en toda su imagen. Me pareció un retrato perfecto. Una vez más intervine.

―Acá están los libros de Hank ―le dije y acto seguido le bajé los únicos cuatro volúmenes que tenían del estante superior. Eran en su totalidad libros de relatos. Ella vino hacia mí y los inspeccionó. Se llevó una decepción nuevamente.

―Buscaba el libro Mujeres.

―Es mi novela favorita de Hank, y eso que me las he leído todas. Pero lamentablemente acá no está.

Ella hizo una mueca como de compungida. Su cara de piedra mostró un signo de humanidad, lo cual hizo que a su vez yo levantara tenuemente los labios. No había mucha gente en la librería. Pero pude notar cómo nos volvimos el centro de las miradas. Todos comenzaron a dejar de hurgar entre los estantes para centrar su atención en nuestra conversación. Era evidente para mí que algo se estaba gestando.

―Tengo en PDF la novela Mujeres, si querés activá el bluetooth y te la paso ―a ella la idea le pareció bien. La transferencia del archivo fue algo lenta, lo que me sirvió para seguir sacándole parla.

No tenía acento cordobés. Parecía bastante joven, tímida y delicada, y sencillamente yo sentía que estaba a punto de profanar algo místico. Lo cual no dejaba de causarme cierta conmoción maligna. La situación pareció quedar allí porque uno de los libreros nos interrumpió y comenzó a decir que en dos semanas llegaría el nuevo material y bla, bla, bla. La magia había desaparecido. Junté mis buenos volúmenes y me dirigí a la caja.

Mierda, todo salía una pequeña fortuna. Pagué. Estaba por marcharme cuando ella me detuvo.

―Disculpá, pero sabrías dónde hay por acá alguna librería de libros usados.

―Querés decir una librería independiente… ―ella asintió―. Sí, acá nomás a un par de cuadras hay una galería con varias librerías independientes juntas. Es posible que ahí encontrés lo que buscás  ―le pasé la dirección pero ella no tenía la menor idea de cómo llegarse―. Si te parece entonces te puedo acompañar. No tengo nada mejor que hacer con mi tiempo.

―Estupendo.

Su nombre era Dolores. Era sureña y residía hace muy poco en la capital cordobesa. La acompañé hasta la galería y buscamos en el entramado de librerías el jodido libro de Hemingway. Pero nadie parecía tenerlo. El tiempo corría. Era un feriado largo y ella tenía que viajar a la brevedad al interior a reunirse con su hermano puesto que era su cumpleaños. Así que le propuse que nos separásemos para agilizar la búsqueda. Así lo hicimos. Tuve suerte, porque en uno de los puestitos tenían una hermosa versión de El viejo y el mar. Lola (así le decían) me agradeció por el empeño esgrimido y por haberle conseguido esa pequeña joya gastada en tapa dura.

Después de todo quería el libro para hacerle un obsequio a su hermano mayor. Caminamos otro poco juntos y hablamos sobre nuestros intereses literarios. Ella era una acérrima Cortazeana. Finalmente intercambiamos números y nos despedimos. Allí se iba la primera mujer que me había impactado en años.

Retomé el camino hacia casa. Encendí el celular y allí aparecieron todos los condenados mensajes. Algunas zorras insistían con verme. Me había acostado con muchas mujeres en el último tiempo. Iban seis en las últimas cinco semanas y contando. Me sentía sin alma, sin convicción. Yo simplemente les daba lo poco que quedaba de mí. Y ellas me chupaban las vísceras y la energía y el tiempo. Y nunca parecía ser suficiente. Mi vida se había convertido en un ciclo vicioso que navegaba entre bares, cerveza y mujeres.

Me detuve en un bar y pedí un vaso frío de birra tirada. No podía dejar que mi vida se desmoronara de nuevo. No podía volver a descarrilar el tren. Me había costado mucho conseguir estabilidad y todo estaba mejor que nunca, pero por alguna razón me había vuelto a enredar con toda clase de mujeres que en realidad no quería ni necesitaba. Me gustaba demasiado estar conmigo mismo como para soportar todo aquel acoso. Así que hice lo siguiente, escribí un patético mensaje de despedida y se lo mandé en cadena a todas mis zorras. Caso cerrado.

Algunas me escribieron unos textos largos y dementes. La mayoría estaba de acuerdo en que era un imbécil: “Forro, sólo me usaste para garchar. Morite”, “¿Qué te parece un polvo de despedida?”, “Estúpido, imbécil, infeliz”, “Me enfermás”, o “Seguro estás borracho de nuevo”, fueron algunas de las frases que logré retener. Todas las respuestas fueron eliminadas junto con el correspondiente contacto. De alguna forma sentí un inmenso alivio al terminar con ese patético espectáculo cirquense. Ellas se merecían algo mejor. Al menos algo sincero. Y yo sólo podía darles a cada una esporádicas noches de descontrol y desahogo.

Era momento de terminar con esa parte de mi vida. De cerrar el capítulo y comenzar una nueva página. Me sentía como un amputado sentimental. Yo entendía a las mujeres, empatizaba con ellas. Pero era incapaz de crear conexiones imperecederas. Es posible que en realidad no me lo permitiera. Ninguna de las guapuras con las que me había visto en los últimos años logró atraparme, por lo tanto me volví escurridizo y mezquino. Algunas parecían incluso enamorarse de mí y esa parte me aterraba. No quería darle a nadie falsas expectativas. Detestaba romper corazones. Pero más me destrozaba seguir dándole martillazos al mío. Al menos por ese día le había dado un punto final al asunto de las hembras, lo que era un comienzo.

Cuando estaba terminando la cerveza recibí una llamada de un contacto desconocido. Contesté.

―¿Señor Levi?

―El mismo…

―Recibimos su correspondencia. Usted ha pasado el filtro de la entrevista virtual. Soy el encargado de hacerle la entrevista personal. ¿Lo puedo invitar un café esta noche?

―Claro. Estoy en el centro ahora mismo, así que si dispone de tiempo podría ser en un rato.

―Perfecto, señor Levi.

―¿Su nombre?

―Helvio.


Helvio no quiso hablar mucho por teléfono. Insistió en que todo debía hacerse personalmente. Acordamos una dirección y nos reunimos. Llegué puntual a la zona de Cañada. Helvio me esperaba en una mesa de iL Panino de brazos cruzados. Era un sujeto bajito que no sobrepasaba los treinta y cinco años. Enseguida noté el anillo de oro con el símbolo de la escuadra y el compás y la enorme G en el medio que representaba al Gran Arquitecto del Universo. Vamos, a Saturno.

En honor a la verdad, debo decir que la charla fue diligente, amena. Era un pampeano como yo, lo que no me pareció ninguna casualidad. El gremio al parecer no dejaba nada al azar. Helvio me causó una buena impresión. Era fraternal, aunque se esforzó en todo en todo momento por mostrarme las mejores cartas de la Escuela de Misterios. Por supuesto, todo eso era una mierda, pero estaba aburrido y todo aquel espectáculo ruinoso me servía de entretención.

Luego de dos horas de charla en que tocamos temas filosóficos, políticos y esotéricos que trataban en los múltiples talleres de la Logia, nos despedimos. Helvio insistió en pagar la cuenta. Sabía de antemano que aquella sería la última vez que lo vería.

Llegué a casa algo pasada las diez de la noche. Me preparé algo de cenar y luego me tiré en el sofá y me puse a leer algo del bueno de Jack Kerouac. Leí el relato Una linda rubia y me pareció fantástico. Kerouac tenía una prosa sencilla y ágil. Su relato se desarrollaba sin trabas y sin esfuerzo y se notaba la impronta autobiográfica. Tenía una visión sobre la vida que me cautivaba. Enseguida hice buenas migas con él. Esperaba que con el tiempo se convirtiera en uno de mis autores de cabecera.

Había sido un día extraño. Lamenté no tener a alguien con quien compartir mis más íntimos anhelos. Carajo, estaba ansioso. Levanté el culo del sillón y me predispuse a prepararme una jarra de vino. Entre trago y trago comencé a ablandarme. Me puse meditativo; pensaba en el prójimo, en el mundo, en mis allegados y me sentí melancólico. La gente tendía a portarse en general muy bien conmigo y todo lo que yo era capaz de restituir era una grávida indiferencia. Lo hacía porque sabía de antemano que la persona promedio era incapaz de comprender mi situación. Mi mente estaba en un carril muy diferente, y mi vida era una cosa muy difícil de tragar. Mis razonamientos tenían un fuerte componente metafísico, y todo el mundo contingente lograba corroerme de un poderoso influjo, incluso en ocasiones llegaba a afectarme. Estaba demasiado conectado con el inconsciente colectivo. Incluso a veces podía acariciar la clarividencia.

No me interesaban mis propios contratiempos ni nada que rezumara el asqueroso vulgo material tanto como mantener encendidos en un poderosa llama mi mente y espíritu. Siempre que intentaba abrirme y colar a alguien en mi vida la situación se desbordaba y se salía control. Con el tiempo la elección más sensata fue resignarme a tener una vida ordinaria rodeada de hermosos especímenes enjaulados. Yo no era para nada un ser hermoso. Estaba entre otras cosas, podrido y enfermo. Sencillamente era distinto. Pero por alguna razón también era jodidamente existencialista y humanitario. Y cuando bebía dejaba salir toda clases de mierdas y pegaba alaridos. No sabía muy bien qué hacer con todo lo que era. No llegaba nunca a una resolución definitiva. Nunca sabía si debía aislarme, si debía pertenecer al vulgo, si por el contrario debía rajarme los brazos o saltar de un décimo piso; si debía hacer algo por los demás o si simplemente la mejor resolución sería echarme a perder.

Por otro lado la idea del amor cada vez me disgustaba más. No quería estar enamorado. No quería sumirme en recuerdos ni martirizarme por situaciones que ya no podía modificar. Pero no podía culparme por quererla. Por añorarla. Por maldecirla. Por venerarla. Me alegraba de que no estuviera conmigo. Me alegraba la idea de que la ninfa de mis pesadillas estuviera lejos y en otros brazos y en otro lecho y revolcándose con alguien más. Me complacía que amara a otro hombre. Me gustaba la idea de que se olvidara de mí.

Dicho esto, había algo que no lograba comprender. Algo se me escapaba. Me sentía tan unido a Soledad, tan indivisible de todo lo que era y representaba. Y por alguna razón el tiempo y los acontecimientos siempre nos terminaban acercando tibia y frívolamente. Y era tan maravilloso saber de ella que la sola idea de leerla me producía una desesperación ominosa. Me asustaba porque podía sentir cómo el magma se levantaba de las profundidades de mis entrañas y se desparramaba por mi cuerpo y por mi mente y por mi alma. Me asustaba el pensamiento de que toda aquella energía únicamente estuviera dormitando dentro de mí. Me aterraba que Soledad tuviera todo ese poder sobre lo que era yo era y representaba en este plano. Me sacudía de toda clase de espantos la idea de que mis sentimientos hacia ella nunca se esfumaran y de que jamás pudiera posar mis ojos y mi corazón en alguien más. Deseaba descomponerme en partes y entregárselas, y empezar de nuevo siendo alguien por completo diferente.

Por otra parte ansiaba contarle todo sobre mí; todas mis mentiras, mis fracasos, mis más oscuros pecados. Deseaba que me mandara al exilio de un olvido inmediato. Ambicionaba el tormento y la desesperanza que únicamente ella era capaz de proporcionarme. Pero Soledad siempre me conoció demasiado. Y por alguna razón sabía que detrás de toda mi psicodelia se escondía algo luminoso que valía en algún punto cierto sacrificio. Supongo que era momento de que yo también comenzara a verlo. El problema era que si sacaba esa parte de mi personalidad a la superficie estaba perdido. El mundo me devoraría. Era un trozo tan ingenuo y sensible que sencillamente no tenía chances de sobrevivir en un sitio salvaje como en el que habitamos. Tenía que arrancarme ese trozo de humanidad y dárselo a los cocodrilos. Quizás algún día lo lograra, pero por entonces seguía siendo una tierra fértil con variopintos terrenos vírgenes por descubrir. Y por alguna razón me pasaba que cada vez que lograba encontrar alguna clase de pequeño milagro dentro de mí, descubría extasiado que las huellas de Soledad ya estaban ahí, marcadas sobre el terreno. Lo cual me producía vértigo y ganas de emborracharme.

Tiempo, supongo que es lo que hacía falta. Me dirigí a una caja con hendija y coloqué quinientos pavos. Hace un tiempo que había comenzado a ahorrar. Tenía la idea de algún día hacerme con un motorhome y salir a recorrer los continentes. No quería una linda casa ni vivir más de una temporada en un mismo lugar. Era un errante que no pertenecía a ningún sitio. Era incapaz de apegarme a a las junglas de cemento de la civilización. Mis anhelos se resumían en viajar en mi propia casilla rodante, en escribir y documentar la vida de los demás y la mía propia. Quizás algún día pudiera vivir íntegramente de ello. Es la única idea que ha logrado persistir a lo largo de los años. Un día lo lograría. Mientras tanto tenía que sobrevivirme a mí mismo, día tras día. De cualquier manera era afortunado por poder experimentar a fondo la vida con sus mierdas y milagros. Yo nunca me aburría, era mi mejor entretenimiento. Y eso tenía que significar algo. Lo significaba para mí. Así que coloqué aquel billete en la caja que representaba el boleto ilusorio de un futuro repleto de viajes y aventuras y di por finalizado el día.

Acto seguido, me eché en la cama y me masturbé. Minutos después los ecos de mis ronquidos se diseminaban por el cuarto. Aquella noche ni siquiera fui capaz de soñar.