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Publicado en Revista Almiar (Margen Cero)

Publicado en junio de 2017

«Dejame de romper las pelotas o mi novio te las va a romper a vos. No quiero saber más nada de tu persona». Con esta simple pero contundente frase me desayuné una mañana frente a la computadora. La chica que amaba me había vuelto a escribir, y eso ya era algo para celebrar. No tenía una cerveza a mano, así que me tomé un té mientras reflexioné sobre lo acontecido.

Lo que ocurrió fue que en un ataque sentimental le había escrito un largo texto cierta noche, estaba algo bebido y eufórico, pero en realidad dije cosas lindas, cosas… digamos, a corazón abierto. Incluso algunos fragmentos los escribí con lágrimas en los ojos. Cuando un hombre expone su corazón, cariño, más vale que lo tomes y lo abraces o en su contrapartida, apaléalo, pero nunca lo dejes vivo con su amor propio a cuestas para luchar otra vez. Ella intentó ejecutar en el altar a mi corazón, pero no lo consiguió. Mi bombilla-músculo vivió un día más para amarla entre penumbras y derroches. No, ya no la buscaría. Había perdido interés por su materialidad física, sólo me interesaba la efigie que mi mente era capaz de evocar de ella y que empleaba con la intención de escribir.

Por supuesto, al hacer esto, la estoy venerando. No conozca otra forma de amar que no sea colando a mi musa-espina entre mis relatos. Me parece una forma imperecedera de amor, puesto que los textos, virtuosos o malos, con mérito o sin éxito, nos precederán a ambos.

Ella no es una chica común, pero le gusta vivir una vida común, con un novio común y personas comunes girando a su alrededor. A ella le gusta soñar y luego ver arder sus fantasías en una olla de fideos al mediodía. Simplemente no es una chica práctica para alcanzar sus ideales y está siempre necesitando de alguien que le dé un empujón anímico. Yo, en cambio, voy con el viento adonde me lleve. Soy incapaz de apegarme a las cosas. Realmente soy alguien sin demasiadas esperanzas en el mundo. Sólo me siento bien cuando leo una buena novela o cuando escribo. Todo lo demás me es intrascendente.

Quizá por darme todo igual es que siempre me suceden cosas salidas como de una fábula del absurdo o se me arremolina la gente más descabellada de la ciudad. No pienso mucho en eso. Por lo único que soy capaz de sentir envidia en realidad es por mi gato. Él es tan perezoso y pareciera darle todo igual. Lo único que hace es comer, cagar en sus piedritas, dormir, desperezarse y venir hacia mí para que le rasque la panza. Luego vuelve a repetir el ciclo.

No miento cuando digo que en verdad los gatos saben de qué va la vida. La vida va de vivir otro día para celebrar de que una vez más nos salvamos de la guillotina de la muerte. Los nihilistas le tienen miedo al óbito. Quienes creen ciegamente en la libertad le tienen miedo a la expiración de la carne; La libertad no existe. Si existiera, no seríamos una mente-espíritu atrapados en una prisión de huesos y músculos. El aniquilamiento de la materia es bueno. La muerte es sublime y sabia y te libera. Los tontos le tienen miedo a la muerte. Los tontos a menudo también le tienen miedo a la vida, y por eso en vez de experimentarla se quedan acomodados en sus mediocres trabajos. Con su culo postrado en un sillón viendo televisión. Viendo cómo otra gente vive. Eso hacen los tontos. Seguramente todos hemos sido imbéciles alguna vez, pero hay que despabilar a tiempo porque peor que la vida o que la muerte, es hacer del tiempo algo imperecedero y estático. Algo monótono y gris. Por eso, si vas a celebrar que tienes otro día más en tu haber, haz que cuente.

Con todos estos pensamientos rondándome fue que salí a la calle. Todavía había luz natural. No me gusta beber con la claridad del sol, así que cargué un libro y me dirigí a una plaza cercana. Leí un par de páginas de Crack Up, cuando una niña se me acercó con una pelota de tenis en la mano y un helado en la otra.

—¿Qué está leyendo, señor? —me preguntó con su voz chillona de niñita chillona.

Levanté los ojos y la miré. Tendría siete años. Estaba muy mona vestida. Parecía una pequeña prostituta.

—EL DEVORADOR DE NIÑOS —contesté con voz gutural.

Ella salió corriendo a refugiarse a brazos de su madre. Seguí con mi lectura. Al poco tiempo, después de pensárselo algo, la madre vino hacia mí. Una madre primeriza. Joven.

—¿Le parece bien asustar a una criatura? Nada más tiene cinco años.

«¿Cinco y ya la visten así?», tuve ganas de inquirir. Pero en vez de eso, dije sin sacar la vista de la lectura: —No debería darle helado con este frío, esa porquería daña sus dientes. Además, podría enfermarse vestida así: mirá el viento que hay. Deberías ser una madre más responsable.

—¿MADRE YO? ¿Te parece que puedo ser madre con esta panza?

La miré. Ella se levantó la blusa y me mostró el abdomen. Un abdomen firme, como de publicidad. Tragué saliva. No sabía qué decir. De pronto me pareció la criatura más sensual que hubiera visto. Era malditamente hermosa.

—Es mi sobrina —dijo por fin—. ¿No te gusta mucho la gente, no? Me da esa sensación —quise responderle, pero ella una vez más se me adelantó—. Me gusta Fitzgerald, El gran Gatsby es un gran libro. ¿Me recomendás ése?

Le dije que aún no lo había terminado pero que me parecía que todo lo que hizo Fitzgerald bajo mi óptica es bueno. El tipo tenía sangre, pasión y era muy esquizoide. Así que todo el material de su trágica figura era digno de llevarse con altanería. Eso fue lo que le dije; ella sonrió y se sentó a mi lado en el césped. La chiquilla revoloteaba junto a nosotros y cada tanto hacía alguna pregunta incómoda.

—¿Verdad que el señor tiene cara de malo, tía?

Ella reía cada vez que la chiquilla salía con preguntas así.

—No me gusta para vos, tía.

Otra risita más. Terminé por reír yo también.

—El señor no es malo, Luli, lo que pasa es que el señor quiere estar solo y nosotras lo interrumpimos.

Cerré el libro. El tenue velo negro comenzó a caer sobre la ciudad.

—¿Te gustaría tomar una cerveza? —dije por fin.

—¿Y qué sigue, después me vas a invitar a garchar? —me respondió toda seria.

—¡GARCHAR, GARCHAR, GARCHAR! —comenzó a gritar Luli mientras correteaba en círculos alrededor de nosotros—. ¡GARCHAR, GARCHAR, GARCHAR!

Quedé estupefacto. Por fin ella ya no se contuvo y escupió una enérgica carcajada.

—Es una broma, tonto. ¿No sos bueno entendiendo las ironías, no?

—¡GARCHAR, GARCHAR, GARCHAR!

En realidad me había atrapado, pero fingí desconcierto y sonreí. Luli seguía gritando y su tía no hacía nada para detenerla.

—Que se desahogue —dijo por fin, y se aferró con sus dos manos a mi brazo mientras caminábamos en busca de algún bar.

Y así empezó todo. Fuimos a un lindo bar irlandés en el que no había demasiada gente. Luli estaba con su Coca-Cola y nosotros con nuestras cervezas artesanales.

—Noté algo raro en vos. Algo particular. ¿Me creés si te digo que a veces tengo clarividencia?

Le creía. Le creería lo que fuera con tal de tenerla enredada en mis brazos un par de horas. Sus ojos avellana, su piel blanca, su pelo castaño, ese abdomen, ese culo, esas piernas, esa forma al andar… pronto mi cabeza se fundió en una ola de cerveza y dejé que pecaminosas imágenes flotaran un momento por mi mente. Casi podía degustar el momento en mi paladar.

—Luli, tomá esto y andá a comprar caramelos al negocio que está acá al lado —le dije a la pequeña y le señalé el kiosco. Luli salió correteando toda contenta.

—¿Y eso? —dijo ella con una preciosa mueca que me sugería arrimarme más.

Lo hice. Cerré los ojos y lancé mi cara directo a la jabalina, o directo a un sueño de mujer. Su lengua se movió lentamente. La mía, algo más rígida, más versada, más pecadora, más infiel, siguió ese dulce baile de astros que me proponía. Su manito, tocó mi pierna muy cerca del miembro y apretó con fuerza. Estábamos sentados, arrimados el uno con el otro. Mi mano se entretejió en su melena clara y suave mientras que la otra tallaba con los dedos esa cintura criminal. Entonces ocurrió que se despegó de mí. Me empujó con la mano hacia atrás y se paró. Tragó algo de saliva y me dijo:

—Sos todo lo que quiero, pero todavía no. Todavía no.

Luli apareció con la bolsa de caramelos: Ella la tomó de la mano, me dirigió una mirada taciturna y una sonrisa trágica y acto seguido dieron media vuelta y desaparecieron bajo el umbral. No sabía ni siquiera su nombre. Un sueño, eso fue.

Me quedé con su cerveza y con la mía. Todavía tenía un corazón vivo. Un corazón resiliente. Y esa bombilla-músculo había sentido algo. Todavía tenía un corazón y algo de tiempo. Todavía podía esperarla. Así que la esperé. Largas tardes y largas noches quedé estancado en la plaza y el bar irlandés esperando verla.

«Si me ama, nunca regresará», recuerdo que pensé una vez mientras la añoraba. Jamás regresó.