2014
La noche atravesó mi pecho
y sus iris verdes
ardieron como un cometa
que cruza el cielo.
Se apagaron.
El fulgor de esos demonios
que vestían la noche.
Fueron extinguidos por dos besos.
Fue un asesinato a sangre fría
calculado
medido.
Mi boca se suspendió una
y luego otra vez
en sus rosados labios de ninfa.
Mis ojos siguieron abiertos:
divisaron con total impunidad
el aliento suspendido
y el pecho levemente agitado
que exigía más.
Quería ver esos dos demonios verdes
aplastados y aniquilados
ante una fuerza
superlativamente inferior:
El beso que apaga la llama.
La pluma que vence la espada.
El puño de la vida
que doblega el de la muerte.
«Magnífico sabor es el de la victoria»
pensé en la súbita oscuridad
y entonces pasó.
Los subversivos párpados se abrieron
y como una ola que rompe contra el acantilado
y devora las pequeñas piedras
fue arrastrada mi alma
hacia las fauces del indómito fuego
que aguardaba dentro
y no pude hacer más que entregarme
y aceptar
que era hombre muerto.
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