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Publicado en el primer número físico de Revista Extrañas Noches

Julio de 2016

Nací con un don. El don de observar. Debí haberme dedicado al rubro de los psicoanalistas, pero ninguna persona que sienta respeto por sí misma trabajaría en ello. Este don sirve para dos cosas; para meterte en problemas o para escapar de ellos. Pertenezco más bien a la primera opción. Soy un escritor malogrado, así que para mitigar la megalomanía propia de los clarividentes que nunca dan en el clavo, bebo.

No conozco a ningún buen escritor que no tenga un sombrío pasado con la bebida. Las personas que son demasiadas correctas, y con esto me refiero, a demasiadas conformistas con todo lo que pasa a su alrededor, nunca podrán escribir una sola línea que valga la pena. No importa cuánto lo intenten.

Un escritor trabaja en soledad. Vive en soledad. No es una persona bonachona con la que otro ser humano querría pasar un tiempo prolongado bajo el sol. No importa cuánto se esfuerce uno por ocultar las costuras, si pasas el tiempo suficiente a nuestro lado, los hilos comenzarán a verse, y más temprano que tarde, el cuero se rajará.

En mi caso particular, trato de no transitar demasiado tiempo ningún camino que no sea el propio. Primero, porque rara vez me agrada otra persona, y segundo, porque mis costuras se rajan muy rápido y no estoy dispuesto a dejar que cualquiera vea lo que hay debajo. La mayoría de la gente ni siquiera podría entenderlo, y la razón de que no puedan entenderlo, es la misma razón por la que sujetos como yo no quieran compartir tiempo con el prójimo; nadie parece ser ya lo suficientemente real ni sincero con uno mismo.

Las personas ya no son capaces de ver la belleza allí donde yace una cascada de huesos, ni mucho menos pueden distinguir entre los grises que separa lo aparente entre esto o lo otro. Todo lo que se hace hoy día es seguir a la masa en su ruta hacia el matadero. El problema es que es tanta la gente que integra esta amorfosidad que terminan siendo peligrosos para las minorías, y más aún, para las singularidades.

Conocí una vez a una singularidad. Debí remarcar que las minorías tampoco deberíamos pasar demasiado tiempo al lado de las singularidades, puesto que si una de estas criaturas te seduce y te atrapa, puede terminar contigo. Ella casi terminó conmigo.

Esta no es una historia de amor, es la historia de cómo un contendiente a literato creyó encontrar una de estas extrañas y escurridizas criaturas. Y en cómo ésta, después de ver detrás de su cuero cosido, lo dejó a su suerte. Pero en medio de todo ese barro bochornoso, hubo lugar para la dulzura y las lágrimas.

No soy bebedor de whisky, pero debo admitir que la noche en que la conocí, bebí mis buenas copas de Johnnie Walker antes de salir de la casucha que alquilaba.

Iba caminando en dirección al centro, y paré para comprar unos cigarrillos. Un chico de unos diez años con síndrome de Down que estaba con su madre esperando su turno para comprar, me miró con sus enormes ojos acuosos, se me arrimó y dijo: «El cielo no es nada bonito, ¿verdad?». Mierda, era uno de los cielos más hermosos que hubiera visto nunca, regado de estrellas, de un azul-lechoso. Indudablemente el crío, que no tenía la mejor dicción pero sí mejores modales que la mayoría de los niños, tenía toda la razón. El cielo siempre me había parecido triste, pero asociaba la tristeza y la inmensidad del firmamento con mi propia alma, honda y miserable. Algo así como lo que tenía que existir detrás de la más irrevocable belleza. «Qué bien le hubiese sentado esta revelación a los poetas del romanticismo», pensé mientras encendí un cigarro.

—Sabe usted, señor, ¿qué otra cosa no es linda? —siguió el crío—. El olor a cigarrillo y las tetas de mi Mamá. Son uvas viejas y tan grandes como la sandía que come mi abuelo.

La madre al escuchar esto, se ruborizó al punto de perder la serenidad. La miré, le dirigí una mueca divertida y le dije que en verdad tenía un chico muy especial. Salí del kiosco, y pensé que ese crío podría convertirse en un gran escritor. Tenía la sinceridad y las agallas, dos cualidades difíciles de encontrar encarnadas en nuestro tiempo.

El tiempo en el que vivimos, me da la sensación de que es como un rostro maquillado al milímetro. El maquillaje acentúa las virtudes del rostro; alarga las líneas y parece dar una sensación de volumen a las partes menos proporcionadas, al punto de convertirlas en sugerentes. El maquillaje es tan bueno, que es imposible no sentir admiración por un rostro tan hermoso y cuidado. El cuerpo está igual de en buena forma. Todo va a tono con el conjunto. Pero ese monumento en movimiento, nunca se va a la cama con nadie. Porque en cuanto se vaya a la cama con alguien, tendrá que poner en juego otras virtudes. Virtudes de las que se sabe escaso. No hay fondo en ese cuerpo, sólo una hermosa fachada capaz de deslumbrar al más sensato de los mortales. Así es nuestro tiempo. Vivimos en el tiempo de la imagen. Una imagen fabricada en dos dimensiones: plana, sin profundidad, destinada a desaparecer sin un legado importante que heredarle a la posteridad.

Recorrí el artificial paisaje de la ciudad con los ojos; estaba en pleno centro, por lo tanto los bares llenaban la vista. Me detuve un momento en una esquina y contemplé la masa en movimiento. Todos parecían inquietos y atomizados por las pequeñas pantallas en las manos. Por otra parte, las botellas de cervezas desfilaban en las mesas de todos los bares donde se vislumbrara una persona. Vivimos en una sociedad alcohólica. En una sociedad saturada de su propia mediocridad que busca salvajemente un escape de los rutinarios días. La bebida es un escape. También las salidas nocturnas a bares, la pornografía, el sexo, la violencia y la televisión. Ni qué decir de la tecnología digital, que en manos de seres infrahumanos, se convierte en el blasón de la estupidez.

Odiaba todo eso, pero, sobre todo, detestaba el sexo y su terrible corrupción del seno del espíritu humano. Como Tolstoi, siempre tuve la secreta certeza de que la carne me impedía ser el hombre que quería ser. Después de un revolcón con alguna chica que acababa de conocer, y por la que no era capaz de sentir la más mínima empatía, tenía fuertes lapsos de depresión. Me sentía un imbécil que no veía en la mujer más que una fuente donde meter el pijo. Pero en el último tiempo me las venía apañando bien.

Al principio fue difícil, pero mientras más pasaban las semanas, mejor logré sentirme con mi decisión. Llegué al punto de tener una belleza desnuda frente a mí y lograr amortiguar el sexo. Me volví una especie de ascético. De vez en cuando estaba con alguna chica, pero mi ejercicio radicaba en conocerla, en penetrar en su psicología, en explorar la sustancia que componía su alma y le daba forma a sus sueños. No en copular.

El resultado fue francamente magnífico. Alguna que otra llegó a derramar piadosas lágrimas ante tan singular verbo. Y para mi sorpresa, a través de aquellos excéntricos actos las puertas de sus almas se me abrieron con suma facilidad. Sin embargo, no quise entrar en el paraíso de ninguna de las mujeres con las que me vi; estaba en una etapa de autodescubrimiento y no quería dejar daños colaterales en mi camino. Sentía la necesidad de estar desligado de toda responsabilidad sentimental.

De esta manera estuve algunos meses, hasta que apareció este ejemplar raro incluso en el rango de las singularidades. En el campo de la física, una singularidad es aquella que escapa a las leyes físicas a las que se ve sometido nuestro universo. Por lo tanto, toda regla que se conozca y que sirva para entender nuestro mundo, no sirve en absoluto para comprender la singularidad.

Caminaba por la vereda; buscaba un bar. Y en eso veo de refilón que una silueta le tira un vaso cargado de cerveza en la cara a otra, mientras su voz, que se elevaba por sobre el bla-bla-bla de la multitud, chilló: «No necesito tu mierda, nene». Tuvo mi atención de inmediato. Era una esbelta castaña que estaba mandando a la mierda a su chico. El tipo parecía culpable de lo que sea que ella lo hubiese acusado. El espectáculo consistía en que ella le gritaba mientras él recibía los alaridos con la cabeza gacha, completamente avergonzado de quién sabe qué cosa.

—¿No vas a decir nada, imbécil? —gritó. El pobre diablo no sabía dónde meterse. Mientras tanto, quienes estaban fuera del bar, escudriñaban el espectáculo—. Me voy a la mierda, no quiero verte más.

Tomó su cartera-sobre de la mesa y salió sacudiendo el culo a otra parte. Algo me decía que no iría demasiado lejos. Seguí a cierta distancia sus largas piernas, y, tras doblar la esquina, a media cuadra, se metió a un bar. Entré.

Estaba en la barra. Había mucha gente. Pedí una cerveza y le hablé.

—¿Qué hace una chica como vos con un pelotudo como ése?

—¿Me estás siguiendo? —respondió.

—¿Para qué pregunto? ni siquiera quiero escuchar ese cuento, me da la sensación de que es una historia vulgar del montón —dije—. Aunque podría escucharte contar otras anécdotas.

—Me sonrió. Sus ojos grises zafiros mostraban inteligencia y cautela.

—Tenés razón. Pero más que contar historias, quiero vivirlas. Quiero experimentar algo nuevo. Algo único. Algo que me deja una huella tan honda y agridulce que nunca sea capaz de olvidarlo.

Le clavé los ojos en el rostro. Era algo así como un artista frente a un trasto blanco a punto de intentar la hazaña de pintar su mejor obra. Su cara era malditamente hermosa. Uno podría perderse en ese rostro salpicado de lunares. Uno podría besarlo tanto que le dejaría moraduras violetas, de tal forma, que más que besos, quien la viera creería que la habrían golpeado con saña. Algo en su forma de ser y de decir las cosas me puso en alerta. Era esquizoide y temeraria.

—¿Y…? —dijo tras verme, viéndola de aquella forma—. Si vas a asesinarme promete algo antes, que no vas a enterrar mi cadáver. Yo soy de las que prefieren la cremación, ¿sabés? Me gusta todo eso de que el cuerpo arda en un fuego virulento hasta que lo único que quede sea un alud humeante, y después, sólo cenizas —me dijo haciendo unos ademanes muy graciosos con las manos. Era muy ingeniosa en sus diálogos.

Me la quedé mirando con los ojos entornados y con una sonrisa mordida en los labios, luego dije:—Vámonos a la mierda. Conozco un lugar mejor.

—Pero antes, terminemos la birra.

—Tengo una idea mejor —dije, y puse la botella a un costado dentro de la campera y la saqué del bar. Por lo cual todo el camino hasta casa la fuimos bebiendo.

Llegamos a la letrina que alquilaba. El lugar era un puto caos, lleno de libros desparramados por todos los rincones, botellas, bolsas y platos sucios amontonados en la cocina.

—Apuesto a que nunca estuviste en un vertedero como este.

—¿Un lugar mejor?, ¿eh?… Me gusta, tiene su toque. Ya me estaba empezando a cansar de que me llevaran siempre a departamentos ostentosos. Esto es más personal. Pero decime algo, dale: ¿cómo tuviste el coraje de traerme acá?

—Es lo que soy, nena. Puede que luego me arrepienta, pero esta noche helada no voy a esconderme de vos. Aunque algo sí te puedo asegurar, en este basurero hay más tesoros que en cualquiera de los otros lugares que hayas pisado en el pasado.

—Eso lo voy a decidir yo —chilló resuelta, mientras levantó un hombro hasta el mentón y ágil, hizo movimiento con la cabeza de tal manera que su melena se sacudió tapándole parte del rostro. Era un espectáculo contemplarla.

Recorrió la casa en silencio. Hurgó los libros; al parecer, le interesaban los tomos de filosofía y poesía. Luego fue hasta el escritorio y escarbó entre los papeles. Agarró una hoja y leyó lo siguiente:

 «“Nada puedo hacer por el momento más que esperar que las piedras que el tiempo traiga de ahora en más, sepulten, ambiciono que para siempre, el dolor que me destruye”, recuerdo que invoqué en una terrible soledad, como si el hecho de construir con apolíneas palabras una metáfora del momento que me carcomía el alma, pudiese ahogarme todavía más en un tormento sin esperanza. Estaba en el cuarto, navegaba por una especie de niebla opaca, y era incapaz de ver nada más que hacia mi pasado. Y todo, toda esa visión, juro que me destruía. Ya no estaba. La había vuelto a perder, y esta vez para siempre. Me recosté, fijé los ojos en la esquina del techo en donde había suspendida una araña que acechaba a un insecto, y repasé nuestra íntima y pequeña biografía. “¿Cómo fue que empecé a amarla?, ¿cómo fue que todo se fue al demonio?”, me pregunté. “Ah, en un día. Mi pasión nace, se desarrolla y alcanza su cenit, ¡TODO EN UN DÍA!”, me dije y supuse que de los sueños se alimentan las pesadillas. Y así me vi, viéndome, todo paralizado tratando de recordar, no sin estremecerme, cómo se había dado toda aquella fábula del infierno. Mientras tanto, aquella repugnancia negra, se movió con agilidad asombrosa y cazó a la mosca que había caído en una de las tantas redes colocadas en los recovecos de mi cuarto. La vida era un infierno, pero no quemaba a todos de la misma manera».

Luego de la lectura, se quedó un momento pensativa. Bebió un trago de la botella de whisky que estaba en el escritorio y me miró con solemnidad. Estaba como conmovida, como si algo le hubiese destapado el fuego que le roía. No hizo falta decirle que era mío.

—Podría quererte —me dijo.

—Cielos, creo que estoy enamorado de vos —arremetí. Y me arrimé hasta donde estaba y le calcé una mano en la cintura, de manera que la arrastré hacia mí y la besé.

La besé tanto esa noche que al otro día sentí la lengua tosca y pesada. Su hermoso rostro estaba desfigurado por mis besos. Le dejé espantosas ronchas en su piel blanca bañada de lunares.

Recuerdo que mientras estaba encima de ella, algunas lágrimas se me cayeron y golpearon su silueta en la oscuridad. No dijo nada, sólo besó mis ojos húmedos. No hubo penetración, no la necesitamos. La primera vez no quisimos arruinar el momento con la trivialidad de la carne. Salimos nuestros buenos meses. Juntos éramos tan explosivos que las peleas no tardaron en llegar. Estábamos demasiados inmersos uno dentro del espectro del otro. El espíritu no está hecho para combatir esa clase de pasiones.

Estaba jodidamente enamorado. Por entonces bebía más de la cuenta porque no podía reconocerme en aquella situación. Intentaba por todos los medios descifrar lo que me pasaba, lo que quería. Pero no duró. Un día se cansó de mis tonterías.

—¡A la mierda tu amor! —me gritó una noche en una borrachera—. ¡A la mierda tu amor, nene!

Sabía que lo decía en serio. Se marchó y no la volví a ver. Las singularidades pasan una vez en la vida. A veces me pregunto si habrá conseguido de esta historia, esa huella inolvidable que buscaba.

«A la mierda tu amor», todavía retumban esas palabras en mi cabeza. Me quedé con su amor y con el mío. Me quedé inventando historias para traerla de vuelta de cientos de modos distintos. Pero siempre es ella. La misma. Mi fuego. Mi amor.