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Crónica Publicada en Código CBA

Noviembre de 2021

La primera vez que lo vi fue cuando pisé formalmente el barrio. Me encontraba descargando los muebles de la camioneta y poco a poco, con el paso de los minutos, fui vislumbrando cómo una fila se iba formando al frente de mis narices, al costado de la vereda. Cada vez que subía mis bártulos hasta el segundo piso del edificio al que me había mudado y bajaba para seguir con la tediosa carga, la cola se prolongaba al costado del arcaico tugurio comercial.

Era diciembre y el sol pegaba duro aún en la mañana, por eso cuando terminé de descargar el mobiliario, bajé las escaleras con el lomo cansado y la garganta todavía más sedienta con la intención de comprarme un refresco. Me formé en la cola y me arrojé a investigar el porqué de tanto alboroto. Recuerdo bien que conté cuántas personas éramos en la ristra; conmigo formando parte de aquel espectáculo tedioso, casi burocrático, ya contaba nueve. Eran las primeras horas de la mañana y para entonces todavía no contaba con los servicios municipales más básicos en el departamento, por lo que beber agua tibia del grifo no era de ninguna manera una opción. Una saliva espesa y reseca se agitaba en mi paladar, molestando y repugnándome en partes iguales, por lo que desistí de inmediato de mi curiosa empresa. Desarmé filas y perfilé hacia el otro kiosco de la vuelta de casa.

Vivía en pleno centro de la Docta, y si bien, como en toda la ciudad, en la región se podía ser testigo y experimentar toda clase de situaciones singulares, en general, los establecimientos comerciales gozaban de una buena imagen ornamental y los transeúntes eran en su mayoría estudiantes, empleados municipales o de oficina. No es que la actividad visual de la zona me importara, pero sí despertó mi curiosidad el hecho de que tantas personas se juntaran fuera de un kiosco cuya fachada prácticamente se caía a pedazos y al que ni siquiera uno podía ingresar. Por el contrario, los desventurados clientes debían esperar bajo el sol abrasador su turno para ser atendidos a través de una especie de ventana-reducto sobrecargada a su alrededor por mercancía desvencijada y decenas de anuncios ambarinos castigados por el tiempo; que, suponía, intentaban replicar algún tipo de sofisticado método publicitario ligado al inconsciente colectivo y no a los sentidos de supervivencia.

Me olvidé de aquella situación y seguí con mi ordinaria vida. Días más tarde, justamente un fin de semana a la noche, tuve que salir de casa. Vaya sorpresa me llevé al ver tres hombres de mediana edad esperando con entusiasmo junto a la puerta estropeada del Kiosco -que cerraba a las tres de la tarde y no abría los fines de semana-. La puerta se abrió a la brevedad y un viejo canoso, algo enjuto y con el cuero pelado, sacó medio cuerpo afuera y comenzó a entregarle a cada uno de sus risueños comensales una bolsa que contenía decenas de empaquetados de cigarrillos. Según mis cálculos, por lo menos en cada una de aquellos sacos habría unas treinta cajetillas de puchos a estrenar. Sería testigo en varias oportunidades de esta secuencia que -luego sabría- se repetía todos los días y a las horas nocturnas más inusuales.

Por lo visto, mi vecino el kiosquero era una pequeña celebridad de la zona y un personajón típico de estos que se pueden advertir, sobre todo, en los márgenes de los barrios de la Ciudad de Córdoba. Enseguida comprendí que el cenceño kiosquero debía de tener buenas ofertas dentro de aquel sumun de hojalata que conformaba toda la estética del negocio.

Antes de siquiera hacer la primera compra, ya sabía su nombre: Hugo. Esto gracias a los obreros, oficiales de tránsito, oficinistas y enfermeros que trabajaban en los alrededores y que conformaban su clientela habitual. Generalmente, hasta el mediodía, lo que más vendía el susodicho Hugo era un combo muy económico para desayunar: uno que incluía café con criollitos o algún pebete con gaseosa.

Mientras esperaba mi turno, enseguida advertí las características frases de cabecera de nuestro personaje, tales como: “¿Qué necesita, amigo?”, “¿Algo más querés?, amigo”, “Así es, amigo” o “adiós, amigo”; todo esto sumado a una capacidad sobrehumana para sumar, restar o dividir en voz alta cada una de las ecuaciones que el reto matemático con cada cliente le planteaba. La voz de Hugo me pareció muy característica; me di cuenta de inmediato que arrastraba las vocales al hablar y noté que la musicalidad de sus palabras tenía un no sé qué que me arrastraba a recuerdos de mi infancia, más precisamente a la efigie de mi abuelo en el campo; un gaucho de pura cepa, que en esa época de mi niñez vivía en Mendoza y visitábamos con mis padres por lo menos una vez al año.

Llegó mi turno. Al acercarme a esa especie de mostrador destartalado, divisé una figura de mediana estatura algo encorvada y un rostro que, aunque marcado por los años, transmitía vivacidad y arrojo. Sus ojos, grandes y de un cerúleo feroz, le daban un aire bonachón, mientras que, por otro lado, la camisa a rayas percudida que llevaba puesta -aquella y muchas otras mañanas-, me indicaban que Hugo no era muy ávido al consumo del propagandismo que promovía el capitalismo más salvaje en cuanto al cuidado personal. En palabras simples, nuestro personaje estaba lejos de inquietarse por su apariencia o la de su negocio.

Compré yerba, una prestobarba y algo para beber por un valor ridículo. Productos que, normalmente, en cualquier kiosco de la zona -que, por cierto, era todo barrio Centro y Nueva Córdoba- solían costar entre un treinta o cincuenta por ciento más.

La sensación de ahorro me produjo, primero; extrañeza, y luego me maravilló. A partir de ese mismo momento y casi de forma religiosa, me convertí en un dogmático de la experiencia de «Café al Paso». Así fue como con algo de tiempo, yo también comencé a formar parte del paisaje burocrático de las mañanas fuera del kiosco de Hugo que se encuentra en la esquina de Bulevar Chacabuco y Rosario de Santa Fe.