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Publicado en Revista Almiar

2014

Abro una lata de cerveza. Le doy un buen trago. Exhalo y medito sobre cosas que no debería pensar. Recuerdo cosas de las que no debería tener memoria. Me consumo. Me consumo de forma desagradable.

Esta historia se me representa como una escena borrosa, tenue por momentos por el lastre del paso del tiempo. Pero aun así, como algo que ciertamente merece ser narrado. Una brecha de mi vida que a simple vista no llegó a rayar más que el plano superfluo de la realidad, pero que sin embargo logró atravesar los corrosivos elementos del que se revisten los sentimientos más primitivos.

Bebo. Bebo una lata y dos y tres. Enciendo un cigarrillo y permito que la nicotina y el alquitrán penetren en el organismo y floten en el negro vacío que los cobijan. Respiro de forma malsana y me pongo a escribir este epitafio invocado desde lo más profundo de mis recuerdos infectos.

En ese tiempo era auténtico inconsciente. Era joven, rebelde y tenía mis truquitos. A algunas chicas parecía gustarle esa actitud, por lo tanto me esmeraba en exaltarla. Salía por las noches como un felino agazapado y terminaba acostándome con alguna que otra bellezza. Ya saben, me ahogaba en las mieles del pecado carnal.

Pero un día me desperté despabilado y mandé todo eso a la mierda para luego comenzar a hacer las cosas como todos los demás. Lo ridículo fue que aquello no funcionó. Me sentí entonces como un autónoma sin verdadero impulso. Sin magia. De algo, sin embargo, estaba seguro; no quería volver a la carretera de las largas noches cíclicas. Pero, por otro lado, llevar la nueva parodia de vida sólo podía conducirme al patíbulo.

Los seres humanos nos habíamos jodido hace tiempo. En los espécimenes modernos sólo había placer fingido, a cuentagotas y por el cual antes de hincarle el diente debías pagar un jugoso interés material. Pero la vida continuaba y yo continué.

De alguna manera logré abstraerme un par de años sumergiéndome en la literatura clásica y en la obra de los grandes pensadores que ha parido la humanidad. Cierto día, más resuelto de ánimo, decidí que era tiempo salir del cascarón de la misantropía y regresar al maníaco mundo.

De esta manera fue que una noche templada me encontré vagando por un trozo de la ciudad con la que no estaba familiarizado. Había tomado una dirección azarosa y había concluido mi recorrido en un antro olvidado de la mano de los Dioses.

El bar podía ser repugnante, pero era evidente para mí que allí había algunos especímenes humanos reales. Sujetos que no necesitaban probarle nada a nadie. Algunos de ellos eran capaces de sostenerme la mirada y hasta incluso de sonreír. Rápidamente tomé asiento y pedí ginebra con zumo de naranja. Quedé anclado a mi silla fumando de vez en cuando cigarrillos.

Una rubia entró por la puerta. Me quedé atónito contemplando de manera impune su maldita belleza. Ella debió advertir esa secuencia porque acto seguido se me arrimó y se sentó junto a mí.

—¿Me darías fuego?

—Claro, acá tenés.

Era delgada y esbelta. Cándida como la leche y con un rostro majestuoso. Jamás me había visto atraído por esa clase de mujeres. Siempre me había gustado la desproporción que insinuaba la locura. Me había impuesto disfrutar de ese día, aunque tampoco estaba allí de cacería.

La hija de puta pidió una cerveza y mencionó que más tarde sería yo quien pagaría la cuenta.

«Puta chiflada», pensé.

—Es un placer poner mi economía a tu disposición.

—Gracias, sos un encanto —me dijo.

Comencé a prestarle más atención. Poseía unos ojos verdes refulgentes, como si una galaxia detonara y se expandiera dentro de ellos. Eran ocelos demoníacos.

Abrió su cartera y sacó un pintalabios. Dentro pude ver que cargaba un libro de bolsillo. Agudicé la vista y tuve la certeza de que se trataba de una obra de Kundera, una edición de Tusquets Editores. Mi interlocutora seguía pintándose los labios mientras yo le dirigí una mirada lasciva.

—¿Nunca viste una minita pintarse los labios, me equivoco?

—Nunca vi una mujer que le haga honor a lo femenino con un libro del checo guardado en su cartera. Recuerdo que lo más cerca que estuve fue cuando salí con una estudiante de psicología que creía que leer Cincuenta sombras de Grey era estar no sólo en la cumbre del canon intelectual sino literario de todos los tiempos. Yo, por supuesto, le seguía el juego porque me gustaba acostarme con ella.

Ella no dijo nada, pero me mostró su lindos dientes. Seguimos bebiendo y hablando un poco más. En un momento el ambiente se había diluido y por alguna razón no se divisaban mujeres en la cercanía.

—Decime una cosa, ¿no te jode ser la única chica del lugar?

—No me había dado cuenta. Pero pensándolo bien, me gusta ser la única en todo. Ahora vos decime algo, ¿te sentís afortunado esta noche?

No respondí. En cambio, hice una divertida mueca y le quité la cerveza de las manos. Después de todo, la cuenta estaba a mi nombre, qué demonios.

En ese momento algo se encendió entre nosotros. Algo real que escapaba a cualquier frontera que haya atravesado en el pasado. Ella era inteligente, guapa y estaba completamente desquiciada. De sus tres cualidades era a esta última a que más importancia le daba yo.

No sabía nada acerca de ella. Pero eso no me impidió que me embriagara de pasión allí mismo. Se lo comuniqué luego de varias rondas más de tragos, en el preciso instante en que mis sentimientos surfeaban una empalagosa ola de sustancias malignas.

—Creo que te amo, cariño. Tenés que creerme; tengo el don de la clarividencia. Algo que probablemente no vuelvas a ver en nadie más.

—Te creo, nene —me susurró arrastrando las palabras mi linda rubia en la oreja. Luego me dio unos cálidos besitos en la parte baja del cuello que me hicieron estremecer—. Esta noche, creeme, yo también podría amarte.

Cuando la claridad de la mañana comenzó a anunciar un nuevo día, nos dirigimos hacia un hotel. Allí, en la cama matrimonial, embriagados, nos amamos. Curiosamente, esa primera vez no tuvimos sexo. Tuve que estar loco por no haberme acostado con ella ahí mismo. Pero en cambio, atravesamos la mañana conversando, acurrucados. Y a pesar de que no sabía su nombre ni me importó, me contó de qué iba su vida y yo le conté en qué discurría la mía. Era el cielo en la tierra, o mejor, el paraíso en la cumbre de un doloroso infienro estar enredado en sus brazos.

Mi instinto me alertó de que algo como aquello era demasiado bueno para durar. En efecto, la tragicomedia implosionó en apenas algunos meses. Pero supongo que así es como funciona el amor de los dementes; surge de un chispazo y se consume rápidamente en un voraz incendio.

Éramos exorbitantemente disimiles, pero a su vez, algo profundo nos acercaba y nos hermanaba de forma irremediable. En el día a día, era frecuente que discutiésemos por cualquier nimiedad y nos sacáramos chispas para luego pegarnos unos revolcones alucinantes. Era como un ritual demente de amantes fuera de control

En el presente, aunque tenga un vacío anidándome en el pecho y me consuma de forma desagradable en la bebida, la recuerdo como una corta primavera floreciendo en el recreo de una mutilante guerra. Todavía soy capaz de reír y de llorar al traer su recuerdo gastado. Pero no es de eso de lo que he venido a hablar. Qué más da. Pero permítanme agregar esto: Para que un hombre de verdad llore hace falta tanto como una breve y hermosa primavera floreciendo en el entretiempo de la más descorazonadora guerra.

La batalla pasó y las lágrimas también. Sigo respirando. Y mientras lo haga, ella vivirá conmigo. Me estoy volviendo viejo; necesito otra guerra para dejar de sentirme optimista y enfermo y gris. Es curioso cómo puede funcionar un hombre. Un hombre de verdad. Pero soy paciente, las bombas pronto caerán. Siempre lo hacen.